Lleva días lloviendo. Una de esas lluvias que no impresionan, pero desgastan. No hacen ruido, no desatan el caos, no obligan a cancelar planes. Simplemente están ahí, empapando sin pausa. Y al final, cuando quieres darte cuenta, ya tienes el alma hecha una bayeta. El abrigo huele a humedad, la energía se ha diluido y todo lo que pensabas que estaba “más o menos bajo control” empieza a resbalar.
Como bien decía Sabina, llueve sobre mojado. Pero no es solo agua lo que cae. Son pendientes, decisiones, historias a medio cerrar. Porque esta escena, admítelo, ya la conoces.
La humedad es conocida. La has sentido antes, metiéndose por las costuras de tu día a día, desdibujando el entusiasmo. No es una tragedia nueva. Es una vieja conocida disfrazada de “otra vez será”. Y ahí estás tú, como tantas veces, sin paraguas. O peor, con el mismo paraguas roto con el que ya intentaste capear la última tormenta. Pero lo guardaste, por si acaso. Porque, claro, ¿quién tiene tiempo para revisarse el tejado cuando todo parece ir más o menos bien? El problema es que “más o menos bien” es justo donde empieza la filtración.
Hay un patrón que todos reconocemos pero pocos se atreven a mirar de frente, ese retorno constante a los mismos errores. Al mismo agotamiento. A la misma sensación de repetición disfrazada de novedad. Todo cambia por fuera, sí. Nuevos proyectos, nuevas relaciones, nuevos propósitos... pero tú, por dentro, sigues mojándote en el mismo punto. En la falta de estructura. En el autoengaño elegante. En esa especie de limbo donde todo parece estar empezando, pero nada termina de sostenerse.
Y ojo, esto no va de culpas. Ni tuyas ni de nadie. Pero tampoco de excusas. Porque una cosa es que no puedas preverlo todo, y otra muy distinta es que insistas en usar un cubo para recoger el agua del techo mientras sigues diciendo que no es tan grave. Que ya escampará. Que igual no vuelve a pasar. Esa fantasía meteorológica de que el clima emocional mejora solo con esperar suficiente.
Lo que jode no es que llueva. Es que lo haga justo cuando empezabas a ilusionarte con guardar el abrigo. Cuando creías que ahora sí. Que esta vez sí. Pero claro, no contabas con que el entusiasmo sin estructura dura lo que un paraguas del chino. Y por muy bien que te sientas al inicio, si no tienes sistema, si no hay fondo, si no estás dispuesto a mojarte de verdad, a hacerte cargo, a cambiar algo más que el fondo de pantalla motivacional, la lluvia acaba filtrándose.
Tal vez eso es lo que habría que mirar. No tanto el clima, sino la arquitectura. ¿Qué parte de ti sigue construida con cartón? ¿Dónde se te cuela el agua? ¿Por qué sigues diciéndote que “es solo una rachita”, cuando sabes que llevas años con la misma gotera en el techo?
No hace falta levantar un castillo. Pero sí hace falta dejar de vivir en tiendas de campaña que no resisten ni el primer chaparrón. Y no me malinterpretes, no te estoy diciendo que te conviertas en un obsesivo del control ni te estoy pegando la chapa. Solo que tal vez va siendo hora de admitir que hay ciertas goteras que ya no puedes seguir ignorando.
A veces lo llamas estrés. O desmotivación. O fatiga. Pero en el fondo sabes lo que es, acumulación. De cosas que dejaste pasar. De conversaciones que no tuviste. De elecciones que postergaste. De silencios que empezaron como prudencia y acabaron siendo cobardía.
Y no, no se soluciona con una frase bonita en Instagram. Se soluciona con decisiones incómodas. De esas que no te apetece tomar, pero que te salvan del ahogo a largo plazo.
Llueve sobre mojado. Sí. Pero no es el cielo el que repite la historia. Eres tú, repitiendo el guión mientras esperas un final distinto. Como si la vida fuera una serie de Netflix en la que puedes saltarte el capítulo incómodo. Pero aquí no hay botón de “saltar intro”. Aquí, o te mojas para cambiar algo, o te resignas a seguir con los calcetines empapados.
Hoy no quería escribirte desde ningún pedestal. Solo dejar esta imagen, el tejado que aún no revisaste. El plan que sigues sin estructurar. El paraguas que sabes que no aguanta. No te lo digo como reproche, sino como recordatorio. Porque si algo he aprendido estos años es que la lluvia no avisa, pero la mayoría de veces sí da señales. Y uno, si se mira con honestidad, ya sabe por dónde se le va el agua.
Así que no esperes a que escampe. Escampa el que se organiza. El que repara. El que toma decisiones feas antes de que se le hunda el salón.
Llueve. Sí. Pero que no vuelva a ser sobre lo mismo.
En fin, este es otro lunes de mierda.
Ha algo para cambiarlo, no seas perro.
Hoy te has pasado el juego.
Gran post.
Mis dieces.