Era julio. El tipo de julio que te arranca la voluntad y te la deja derretida en el suelo como una sandalia vieja. Julio en Barcelona. De esos julios donde el aire no se respira, se mastica. Donde salir a la calle es como meterse en una secadora industrial y poner el programa “asfixia extrema”.
Vivíamos en un piso de 45 metros cuadrados que tenía nombre de hogar pero temperatura de sauna. No teníamos aire acondicionado. El ventilador giraba como el cuello de un funcionario en viernes, sin ganas ni potencia. Era nuestro primer piso, nuestra primera cueva. Y follar era una especie de triatlón, deseo, resistencia y riesgo de colapso térmico. Jovencitos, pobres y enamorados. El trío más peligroso que existe.
No había dinero para vacaciones. Había una cuenta bancaria que lloraba en silencio y dos personas que aún creían que el amor lo puede todo. Mentira. El amor no puede con 45 grados en un piso sin persianas. Solo había calor y ganas. Estábamos construyendo algo, aunque en ese momento parecía más una supervivencia conyugal que un proyecto de vida. De esos veranos donde todo te sobra menos el amor. Y el calor no perdonaba. Ni de día, ni de noche. Y en medio de ese calor y de esa precariedad disfrazada de “proyecto de vida”, mi mujer, brillante como siempre en las peores crisis, soltó: “¿Y si vamos a una piscina pública?”
Confieso que no tenía ni idea de cómo era una piscina pública. Sonaba a socorrista con gafas de sol baratas y duchas que no funcionan. Pero cuando vives con el agua del grifo como spa de lujo, cualquier charco clorado (y meado) se convierte en el Ritz. Así que dije que sí. Tragándome el orgullo, las creencias de clase media heredadas y el falso sentido de dignidad que uno arrastra cuando todavía no se ha arrodillado ante la realidad.
Aquel día acabamos en una piscina de un barrio que no sale en las guías. Donde Google directamente se rinde y te lanza un “¿Estás seguro?”. Gente tatuada hasta la garganta, cadenas de oro del grosor de una manguera, y yo, sentado entre narcos de mercadillo leyendo “Un paso por delante de Wall Street” de Peter Lynch, como si fuera un cura en un after. Leía sobre bolsa mientras mis huevos hacían pompa en una piscina compartida con ADN de medio distrito. Un cuadro. La Mona Lisa del perdedor.
Me mojaban los críos, se reían de “el payo del libro”, y yo aguantaba la risa como el estoico que pretende aprender sobre bolsa mientras se cuece a fuego lento en cloro. No me molestaban. Al contrario. En medio del bullicio y de las carcajadas, una frase se me incrustó, “No vas a volver aquí nunca más. Pero hoy es lo que hay”.
Era verdad. No por desprecio, sino por determinación. Esa fue mi piscina. Esa fue mi aula de humildad. Y la sensación era doble, asco y gratitud. Desprecio por lo que dolía, y gratitud por lo que enseñaba.
Porque era verdad. No era una promesa, era una certeza. No estaba en mi destino regresar a esa piscina. Pero tampoco tenía sentido despreciarla. Ese era mi lugar en ese momento. No por castigo, sino por aprendizaje. No era una penitencia, era una lección.
Ese día, sentado en un bordillo, supe lo que significa tocar fondo sin drama. No todo fondo tiene forma de tragedia. A veces es simplemente una tarde de verano, rodeado de niños gritones y adultos resignados, mientras tú finges que estás ahí por gusto. Pero sabes que no. Estás ahí porque no hay otra.
Quizás esperabas que este email viniera acompañado de una foto de una piscina con vistas al mar y una copa de vino blanco al borde. Pues lo siento. No tengo piscina. Ni infinita ni finita. De esas que se cuelgan en Instagram con frases motivacionales sobre abundancia y visualización. Pero no. La realidad es otra. Ayer, sin ir más lejos, estuve en otra piscina. Algo mejor, sí. Más tranquilidad, menos cadenas de oro. Lo bueno, más silencio. Lo malo, hoy no enseña nada. Solo he puesto el culo en remojo.
Y en eso pensaba mientras miraba el agua. Pensaba en la diferencia entre entonces y ahora. Entonces no había nada. Solo el deseo de que un día no hiciera falta bajar al barro para sobrevivir. Hoy hay algo más. Pero también hay menos enseñanza. El progreso tiene ese truco, te alivia, pero te anestesia.
He aprendido más en los días feos que en los bonitos. Los días bonitos son como un postre caro, se disfrutan, se agradecen, pero no nutren. Lo que te hace crecer es lo que te incomoda. Lo que te obliga a decidir, ¿me quedo aquí o salgo de esta piscina mental?
A veces, las mejores ideas vienen con olor a cloro y risas incómodas. En esa piscina no entendí los mercados, pero entendí el valor de dejar de fingir. El valor de aceptar que el camino no empieza cuando tienes dinero, sino cuando te das cuenta de que estás harto de no tenerlo.
Muchos hablan del éxito como si fuera un premio. Yo creo que es una consecuencia. Y empieza con un “basta ya”. Basta de lamentos. Basta de excusas. Basta de creerse mejor sin haber demostrado nada.
Aquel día no me sentí especial. Me sentí tocado. No por la divinidad, sino por el sentido común. Ese que te dice: “Esto no es para ti. Pero tienes que pasar por aquí”. Y lo pasé. Y lo agradezco. Porque el orgullo, cuando se moja, pesa menos. Y uno empieza a caminar más ligero.
Hoy tengo más cosas, sí. Pero no tantas como para olvidarme de dónde vengo. Ni tantas como para pensar que he llegado. Porque no se llega nunca. Solo se avanza. Y mientras haya camino, seguiré mojando el culo cuando haga falta. Aunque sea en piscinas donde nadie quiere leer a Peter Lynch.
Porque si algo aprendí es esto, uno no cambia cuando la vida es cómoda. Uno cambia cuando la vida aprieta. Y te empuja. Y te arrastra hasta el bordillo donde nadie te aplaude, pero tú sabes que has dado el primer paso.
Espero que no te moleste que en vez de prometerte vistas al mar, te hable desde una piscina pública con olor a humanidad. Y si estás ahora mismo en tu propia piscina incómoda, solo te digo esto, no será para siempre. Pero hoy, es lo que hay.
Y si lo aprovechas, un día mirarás atrás y dirás, gracias, jodido verano sin aire acondicionado. Gracias, piscina pública.
En fin, este es otro lunes de mierda.
Haz algo para cambiarlo, no seas perro.
Me ha encantado la historia y estoy de acuerdo contigo hay que pasar por la piscina pública para aprender, también te diré que he pasado día de aprendizaje maravillosos en esas piscinas con cientos de ADN distintos 😂😂😂😂😂