Me quedé sentado en el coche más de una hora. Eran las 7:15 de la mañana. Acababa de entrar en Mercabarna. Agosto de 2016. Vaya verano de mierda. No se me va a olvidar en la vida. Tenía la vista fija en el parabrisas sucio y la radio soltando noticias que no escuchaba. El motor encendido. El aire a tope. Yo quieto, como una estatua rota. No por drama, por agotamiento. Por una mezcla rara de rabia, resignación y rutina.
Trabajaba en el BBVA de Mercabarna. Un sitio curioso. Básicamente, me pasaba la mañana picando cheques, contando billetes y gestionando remesas de exportación. Un trabajo frío, metódico, sin margen de error. Pero fascinante en cierto modo. Lo que comemos, pensé muchos días, mueve montañas de dinero. Lo que tú te llevas a la boca sin pensar, yo lo veía convertido en fajos de billetes que sacaba de las balizas cada mañana. Mi mayor sorpresa, la fruta movía más dinero que la carne y el pescado juntos. Melocotones que valían más que chuletas.
Pero la lección más descomunal me la dio otra cosa, el respeto que se le pierde al dinero cuando lo tocas todo el rato.
Tener miles de euros en la mano, contar fajos como si fueran cromos. Llegó un punto en el que sentía que podía lanzarlos al aire y nadar entre ellos. Como si fueran confeti. Qué ironía, ¿verdad? Ahí estaba yo, con dos trabajos, matándome de día y de noche y con todo el dinero del mundo en las manos. Literalmente. Pero no en mi cuenta. No en mi vida. No para mí.
Salía de allí, me tragaba 80 kilómetros de carretera y montaba el puestecito en un mercadillo de noche. Vasos artesanales. Hechos a pulmón. Soplando materiales reciclados en algún rincón de Marruecos. Una mesa coja. Una lona que siempre volaba con el viento. Y yo, fingiendo entusiasmo a cada viandante, como si esos vasos pudieran pagarme la dignidad. ¿Y sabes qué era lo peor? Que en medio de todo eso, aún creía que debía dar las gracias. Que al menos tenía algo. Que otros estaban peor. Qué clase de trampa es esa, ¿eh? Sentirte culpable por estar mal.
Mi novia, entonces (sigue conmigo después de todo), decía que admiraba mi esfuerzo. “Eres muy luchador”, me decía. Pero yo sabía que detrás de esa frase había una mezcla de pena y decepción. ¿Qué haces con un tío que estudió Derecho y termina vendiendo vasos por las noches?¿Al que despiden de todos los trabajos? ¿Qué se hace con alguien que no sabe ni hacia dónde va, pero que sigue yendo, porque no le queda otra? Yo tampoco lo sabía. Y eso me mataba.
Ese verano fue una trinchera. Cada día era una batalla contra el cansancio físico, pero sobre todo mental. Me veía desde fuera y no me reconocía. No era el chico brillante que sacaba buenas notas, ni el que soñaba con tener su despacho. Era un tipo ojeroso, sudado, cogiendo peso, con la espalda destrozada y las esperanzas aparcadas en doble fila. A veces pensaba que estaba pagando alguna deuda emocional de otra vida. Quizás el karma de haber hecho todo lo que quise y dar algunos disgustos a mis padres durante la carrera. Lo pienso en frío y me lo merecía.
Recuerdo que una vez, mientras colocaba los vasos, una señora mayor me preguntó si eran hechos a mano. Le dije que sí. Me miró fijamente y me dijo: “Pues no parece que los hayas hecho tú, tienes cara de abogado”. Me reí. Y quise llorar. No por la mentira, sino por la verdad. Porque tenía razón. Porque yo no era ese puesto. No era esa rutina. Pero tampoco sabía qué otra cosa ser. Estaba atrapado en un punto muerto.
Hubo noches en las que me dormía en el coche, después de desmontar todo. Ya ni siquiera ponía música. Solo silencio. Ni siquiera pensaba. Solo estaba. Como un mueble más. Como un alma en piloto automático. A veces imaginaba mandarlo todo a la mierda. Irme. Desaparecer. Cambiar de nombre. Buscar una playa barata donde nadie me conociera. Pero ni siquiera eso sabía cómo hacerlo. Ni eso era capaz de organizarlo.
Lo peor no era el trabajo. Ni el cansancio. Lo peor era esa sensación de que nadie entendía. De que, aunque lo contara, no iba a importar. Porque todo el mundo tiene problemas, ¿no? Y uno aprende a no quejarse. A poner cara de “todo bien”. A soltar el chiste fácil. A decir “bueno, ya pasará”. Pero dentro, sabes que no está pasando nada. Que estás detenido en el mismo lugar, esperando un milagro que no se presenta.
Y es ahí donde empieza el nudo. En ese momento en que te das cuenta de que llevas años sin celebrar nada. Que vives apagando fuegos, no encendiendo ilusiones. Que sobrevives. Y eso, aunque lo digan poco, es una forma lenta de morir. Una muerte en cuotas. Sin drama, sin lágrimas, sin titulares. Solo rutina. Solo vacío. Solo una sucesión de días que no llevan a ningún sitio.
Una noche, mientras vendía, vi a un niño que se acercó al puesto con su madre. Señaló uno de los vasos y dijo: “Mira, mamá, uno como el del mago”. Me dio la risa. No sé por qué. Tal vez porque por un segundo, alguien encontró magia en algo que yo veía como ruina. Y ese segundo me sostuvo. No salvó mi vida. Pero me recordó que aún estaba vivo. Que aún podía reír. Que no todo estaba perdido.
A partir de ahí, empecé a escribir pequeñas cosas. En libretas, en servilletas, en notas del móvil. Empecé a soltar palabras como quien escupe veneno. Sin estilo, sin técnica, pero con verdad. Descubrí que si no podía cambiar mi vida, al menos podía narrarla. Y narrarla me hacía sentir menos víctima. Más testigo. Más protagonista, aunque fuera de una historia triste.
Aprendí a perdonarme por no tenerlo todo claro. A no odiarme por haberme equivocado. A entender que los planes se rompen, y a veces está bien. Que quizá yo no nací para seguir el camino recto, sino para improvisar sobre el barro. Que hay dignidad en resistir, aunque nadie te aplauda. Que a veces, aguantar también es una forma de avanzar.
Y un día, sin darme cuenta, dejé de contar los días malos. Porque seguían ahí, sí, pero también empezaban a aparecer otros. Días menos grises. Días con menos peso. Días donde el café sabía un poco mejor. Donde podía dormir sin despertarme con ansiedad. Donde no hacía falta fingir tanto. Donde la vida, sin ser perfecta, dejaba de doler tanto.
Nunca llegó ese año perfecto. Pero llegaron otras cosas. Una conversación honesta. Un paseo sin prisa. Un mensaje que decía “te leo y me ayudas”. Llegó otra forma de éxito. Menos brillante, más real. Más mía.
Y ahora, cuando me preguntan por aquel verano, no sé si maldecirlo o agradecerlo. Fue brutal. Injusto. Doloroso. Pero fue también mi bautismo de fuego. Me rompió y me reconstruyó. Me obligó a mirarme sin adornos. A enfrentar mis límites. A conocerme. A entender que el dolor no siempre es enemigo, a veces es el maestro más cabrón pero más necesario.
A ti que estás ahí, al borde, sintiendo que no puedes más, te entiendo. No te doy consejos. No te digo que sonrías. Solo te digo, respira. Quédate. Espera un poco más. No por esperanza, sino por curiosidad. Porque no sabes qué puede pasar si aguantas un día más. Y a veces, eso basta. Un día más. Un pequeño respiro. Un niño que ve magia donde tú solo ves fracaso.
No te culpes por sentirte cansado. No te odies por no ser invencible. No estás roto, estás vivo. Y eso duele. Y eso vale. Y eso, aunque no lo parezca ahora, te está preparando para algo. No sé qué. Pero lo sabrás. Y cuando mires atrás, como yo hoy, quizás sonrías. No por lo que viviste, sino por no haber tirado la toalla.
Y si llega ese año perfecto, que te pille de pie. Pero si no llega, que al menos te encuentre caminando.
En fin, este es otro lunes de mierda.
Haz algo para cambiarlo no seas perro.
Estoy en un momento muy malo, con un bebé de 1 mes, otro más mayor, lactando, con ataques de ansiedad, en proceso de separación, sola. Me han llegado mucho tus palabras. Levantarse y continuar. Gracias.
Haces magia con tus palabras amigo, Bendiciones