Corre la gente. Corre mucho. Se agita, se manifiesta, se emociona, se envalentona, se posiciona, se organiza y se desorganiza con la misma velocidad. Lo hacen todos los días. En redes, en grupos de WhatsApp, en la cena familiar del domingo. Se mueven con la vehemencia de quien cree que piensa, pero solo repite lo que otros ya gritaron antes. Como pollo sin cabeza, van corriendo por la vida, sin dirección, sin pausa, sin alma. Solo con ganas de tener razón. Y con eso creen que ya han vivido algo.
Hay una necesidad absurda, casi patológica, de pertenecer. De gritar desde algún sitio.
-“Yo soy de izquierdas”
-“Yo soy de derechas”
-“Yo soy de los que no creen en nada”
-“Yo soy de los que se ríen de los que sí creen”.
Te posicionas porque eso te da identidad, aunque te la haya prestado un influencer que no conoces, un medio que te manipula o un amigo que está igual de perdido que tú. Pero lo importante, al parecer, es tener una etiqueta. Aunque la realidad te la arranque a hostias más tarde.
Los que se creen despiertos van a congresos de liberalismo un fin de semana. Hablan de libertad, de propiedad privada, de eficiencia y de mercados como si hubieran descubierto el fuego. Apuntan frases de Ayn Rand en una libreta Moleskine mientras se toman un café a 4,50€. Hablan de meritocracia como si fueran Elon Musk, pero todavía viven en casa de sus padres. Vuelven con un par de libros nuevos, una foto para instagram y la sensación de haber hecho algo importante. Pero la semana siguiente siguen sin saber qué hacer con su vida.
Los que se manifiestan van con la furia puesta. Marchan dos horas con pancartas prefabricadas y gritan eslóganes que leyeron esa misma mañana en Instagram. Gritan mucho, pero solo durante la manifestación. Porque al día siguiente tienen que madrugar, y hay que ser revolucionario, sí, pero con contrato fijo. Reivindican justicia social mientras pagan a plazos el nuevo iPhone. Se sienten parte de algo por unas horas. Luego, a casa, a mirar series. La lucha termina donde empieza el sofá.
Y luego están ellos, los críticos sin rostro, los valientes de teclado, los jueces anónimos del sarcasmo. No creen en nada, no defienden nada, no se mojan en nada, pero vomitan opiniones como si el mundo esperara su veredicto. No tienen el coraje de mostrar su nombre ni su cara. Se esconden tras un avatar de anime o la foto de un gato fumando, lanzan dardos desde la sombra y luego corren a revisar cuántos likes consiguieron. Se sienten superiores por no comprometerse, como si la cobardía fuera una forma sofisticada de inteligencia. Les da miedo pensar en voz alta, así que se dedican a señalar desde las sombras. Pero no son peligrosos. Son patéticos. Y ni siquiera son la excepción, son legión. Pero más triste aún, vivimos en un país donde hasta los ministros tiran beef en Twitter. ¿Qué puedes esperar? Si los que deberían gobernar están obsesionados con ser virales. Los payasos ya no están en la carpa, están en el Consejo de Ministros.
La división no se siente, se inyecta. Es una droga. Empiezas pensando que tienes opiniones y terminas esclavo de una identidad que no elegiste, pero que te resulta cómoda. Te tragas las consignas como si fueran dogmas. Y si alguien discrepa, lo cancelas. No debaten. Denuncian. No preguntan. Acusan. No escuchan. Tuitean. Y si algo no encaja en su universo de cristal, lo destruyen antes que revisarlo.
Lo jodido es que toda esta necesidad de posicionamiento es profundamente insegura. Grita el que no se escucha. Señala el que no se encuentra. Y odia el que no se atreve a mirarse. ¿Quién eres sin tu etiqueta política? ¿Qué piensas si no te dicen qué pensar? ¿Qué queda si dejas de pelear con otros y empiezas a enfrentarte a ti?
Nadie sabe responder a eso. Por eso prefieren correr. Hacia eventos, hacia debates vacíos, hacia hashtags de moda. Hoy liberal, mañana colectivista, pasado antisistema de sofá. Y vuelta a empezar. Como pollo sin cabeza. Cambian de máscara, pero no se miran nunca al espejo.
No hay reflexión. Solo reacción. No hay fondo. Solo postura. Y si no posas, no existes. Es la dictadura del gesto, tienes que parecer comprometido, parecer informado, parecer rebelde. La estética ha ganado a la ética. El postureo ha sustituido al pensamiento. La acción ha muerto de sobredosis de ego.
Vivimos tiempos donde la conversación es una guerra de trincheras. Nadie quiere entender, todos quieren ganar. Las palabras se usan como piedras. La empatía es vista como debilidad. Y la duda, ese músculo sagrado del pensamiento, está criminalizada. Solo se aplaude la certeza arrogante. La ignorancia con autoestima.
Y mientras tanto, la realidad sigue ahí. Inmune a tus tweets, a tus pancartas y a tus memes. No le importa si eres progre o facha, woke o boomer, espiritual o escéptico. La realidad sigue girando con su crudeza intacta, mirándote de reojo, esperando a que te rompas. Porque lo harás. Porque lo estamos haciendo todos. Lentos. Invisibles. Pero constantes.
La división no es accidental. Está cuidadosamente diseñada. Porque una sociedad dividida es una sociedad dócil. Si estás ocupado peleando con tu vecino por ideologías de juguete, no te fijas en quién te roba por arriba. Ni te preguntas por qué después de tanto gritar, nada cambia. Ni quién se beneficia de tu ruido. Solo repites el papel que te han asignado, víctima con ego, soldado sin guerra, activista de ratón y pantalla.
Los partidos lo saben. Las marcas lo saben. Las redes lo saben. Lo importante no es lo que piensas, sino en qué bando juegas. Da igual si estás equivocado, mientras grites con los tuyos. Cuanto más furioso, mejor. Cuanto más radical, más visible. Cuanto más predecible, más manipulable. Te conviertes en una ficha útil. En alguien que cree que actúa, cuando en realidad solo reacciona. En un muñeco articulado por emociones prestadas.
La trampa es que te crees especial. Te crees libre. Te crees valiente por ir a una manifestación o por escribir un hilo viral en Twitter. Pero no has salido de tu cárcel mental. Solo has decorado tu celda con eslóganes nuevos. Y mientras celebras tu supuesto despertar, te duermes un poco más por dentro. Con cada post. Con cada aplauso digital. Con cada vez que decides no pensar por ti mismo.
Hay quien se construye entornos completos de autoengaño. Gente que solo habla con gente que piensa igual, que se indigna con las mismas cosas, que comparte los mismos enemigos. Se aíslan en burbujas ideológicas que les dan calor, pero también estupidez. Porque sin contraste no hay criterio. Y sin criterio, no hay libertad. Solo ruido que suena como pensamiento, pero huele a cobardía.
Mientras tanto, la realidad avanza. Los sueldos no suben, los alquileres se disparan, los jóvenes no pueden emanciparse y los adultos viven al borde del burnout. La salud mental se ha convertido en trending topic y en excusa. En el nuevo tabaco. Se habla de ella, se etiqueta, se usa como comodín, pero nadie la cuida. Porque es más fácil declararse roto que asumir que llevas años evitándote.
Y todo esto, esta tragicomedia posmoderna, se alimenta de una cosa, la necesidad patológica de pertenecer. De no quedarse fuera. De no ser el raro. De no estar solo. Por eso te apuntas a la tribu, aunque no creas del todo en ella. Por eso compartes el meme, aunque no lo entiendas. Por eso gritas el eslogan, aunque no sepas su origen. Porque la masa tranquiliza. Aunque idiotice.
La identidad hoy es una compra. Puedes ser ecofeminista vegano de lunes a jueves y el viernes emborracharte con cerveza industrial. Puedes ser anti-sistema mientras pagas Disney+. Puedes hablar de capitalismo despiadado desde tu MacBook Pro. Es el teatro perfecto de la contradicción. Y como todos participan, nadie se siente impostor. Solo parte del espectáculo. Putos modernos.
Nos movemos por inercia, pero lo llamamos activismo. Consumimos causas como quien compra zapatillas, que combinen, que queden bien, que no molesten demasiado. Nos indignamos sin leer. Juzgamos sin matices. Aplaudimos sin entender. El pensamiento se ha vuelto un accesorio. Algo que se lleva por fuera, pero nunca cala adentro.
Y luego están los que dicen que todo da igual. Que todo es mentira. Que no se puede hacer nada. Esa es la trinchera más cómoda de todas, la del derrotismo ilustrado. El cinismo como estilo de vida. El sarcasmo como escudo. Son los más listos del manicomio. Pero siguen encerrados. Solo que decoraron mejor su celda.
¿Y las consecuencias? Las ves en los ojos perdidos de la gente que lo tiene todo y no sabe qué hacer con ello. En el joven que reniega de todo, pero no se levanta del sofá. En la madre que defiende el feminismo online, pero sigue educando hijas sumisas. En el tipo que predica el emprendimiento, pero no se atreve a renunciar a su nómina. La incoherencia no se disimula, se normaliza.
Vivimos empachados de opiniones pero muertos de sentido. Nos sobra voz, nos falta propósito. Tenemos más herramientas que nunca y menos dirección que nunca. Hay mil maneras de construir algo y seguimos destruyéndonos en debates que no valen ni un minuto. Peleamos por banderas mientras nos hundimos en silencio.
El sistema se frota las manos. No necesita policías cuando hay indignados polarizados. No necesita censura cuando tú mismo silencias al que piensa diferente. No necesita manipularte, ya te manipulan tus emociones. Ya te empujan tus ansias de encajar. Ya te castigas tú solo cada vez que dudas de tu bando.
¿Y qué hacemos? Lo primero, callarnos. Pensar. Dudar de uno mismo. Deconstruirse sin convertirlo en eslogan. Leer a quien no soportas. Escuchar a quien no entiende tu mundo. Salir del teatro por un rato. Mirar lo incómodo. Sentir la incomodidad sin apagarla con un vídeo de gatos.
Lo segundo, dejar de correr. Deja de ir a todas. No necesitas otro congreso, ni otra causa, ni otra camiseta. Lo que necesitas es estar en silencio contigo mismo y responder con brutal honestidad: ¿quién coño soy sin las etiquetas? La respuesta da miedo. Pero la alternativa es seguir corriendo como pollo sin cabeza.
Tercero: construir. No importa si es algo pequeño. Un proyecto. Una rutina. Un oficio. Una conversación sincera. Algo que no se base en destruir lo ajeno. Algo que no se mida en likes. Algo que te haga dormir mejor y no más visible. El cambio no empieza en la calle. Empieza en tu casa. En tu forma de mirar. En tu manera de hablarte.
Y sí, vas a perder amigos. Vas a dejar de caer bien. Te van a tachar de tibio, de raro, de traidor a la causa. Bien. Esa es la prueba de que has salido del rebaño. De que ya no corres por correr. De que quizá, solo quizá, has empezado a usar la puta cabeza.
Si has llegado hasta aquí, enhorabuena. Estás en minoría. No en la minoría “guay”. En la que se queda sola muchas noches. En la que no pertenece a ningún grupo, pero se pertenece a sí misma. En la que no encaja, pero no se doblega. En la que no grita, pero construye.
Porque en este mundo de gallinas nerviosas y gallos de teclado, la verdadera revolución es ser alguien con cabeza.
Y usarla.
En fin, este es otro lunes de mierda.
Haz algo para cambiarlo, no seas perrro.
Cuanta verdad en todo lo que has dicho.
Excelente reflexión. Acertadísimo todo.