Esta mañana estaba hablando con María.
María es una mujer colombiana que viene a limpiar a mi casa, contratada a través de esas apps que se encargan de gestionar toda la parafernalia legal. Un lujo de la vida moderna.
Mientras estábamos poniendo orden al palacete, me contó algo que no conocía y me ha desgarrado. María siempre con una sonrisa en la cara y una energía contagiosa me ha estado contando cómo funcionan las cosas en su país. Y mientras hablaba, no podía evitar pensar que lo que describía era un guion sacado de los “Juegos del Hambre”
“¿Sabes?”, me decía, “en Colombia, los estratos son como los distritos de la película esa, la de los juegos. Si naces en el estrato 1, ya sabes que estás en el distrito donde apenas hay pan. Y si llegas al 6, que es como el Capitolio, es porque o naciste allí o tienes una suerte divina. Pero moverse entre ellos... eso sí que es un juego de supervivencia.”
Mientras ella hablaba de su país, no podía evitar comparar con España. Aquí también hay algo de los “distritos”. La clase media, que en teoría debería sostener todo, se parece a ese “distrito 3” en el que todos trabajan duro, pero a menudo sienten que no importa cuánto esfuerzo pongan, nunca alcanza para dejar de mirar al Capitolio con envidia. Panem era un sueño diría Marco Aurelio.
La diferencia es que aquí se nos vende la ilusión de movilidad. Puedes ir a la universidad, comprarte un coche financiado, hasta tener una casa con piscina comunitaria si te esfuerzas mucho. Pero cuando llega una crisis, como hace unos años, te das cuenta de que los “distritos” no están tan lejos de nosotros como pensábamos.
“En mi país, hasta la factura de la luz te lo recuerda”, me contaba ella. “Te ponen un número, del 1 al 6, y ese número dice quién eres, dónde vives y qué mereces. Es como si tu casa llevara una etiqueta, ‘Distrito 1: los que luchan por sobrevivir’, o ‘Distrito 6: los que miran al resto desde arriba’.”
Me contaba cómo las ciudades están literalmente divididas por muros invisibles, pero reales. En Bogotá, por ejemplo, puedes pasar de un barrio de clase alta, lleno de edificios modernos y cafeterías gourmet, a un asentamiento precario en apenas unas calles. “Esos saltos”, decía, “te recuerdan que por mucho que te esfuerces, el sistema está diseñado para que te quedes en tu lugar. El supermercado te vende los productos más económicos, de peor calidad y de marcas genéricas, las tiendas son cutres, y los precios varían de un estrato a otro. La gente de un estrato superior te mira por encima del hombro y nadie quiere que su hija, salga con el chico del estrato inferior”. Aladdin en Colombia nunca conquistaría a la princesa.
En ambas realidades, España y Colombia, la competición por el estatus se siente como una trampa. Aquí, en España, la clase media lucha por mantener las apariencias, comprando coches más caros de lo que pueden permitirse y decorando casas que, en el fondo, pertenecen al banco. Allí, en Colombia, la lucha es por sobrevivir y, si se tiene suerte, ascender un estrato. Pero, como en los Juegos del Hambre, la verdadera pelea no está en los distritos. Está en la arena, en la competencia constante entre nosotros.
La pregunta que me ha quedado dando vueltas después de esa conversación es la misma que se hacen los personajes de la película: ¿y si dejamos de jugar el juego? Porque, al final, el lujo de verdad, como me decía esta mañana ella mientras recogía sus cosas para irse, no está en llegar al Capitolio. Está en salir del tablero.
Sal del tablero en el botón azul.
Brutal reflexión, a mí a veces me recuerda a la peli de el Hoyo (le di incluso una oportunidad a la 2a aunque el final de la primera me pareció una fumada y "oh! error!", más fumada aún), donde hay un sistema en el cual los de arriba comen hasta hartarse mientras los de abajo luchan por las sobras, y el verdadero reto no es solo sobrevivir, sino encontrar una forma de romper el puto ciclo. Lo jodido es encontrar la esquina resquebrajada para salir del tablero (casi como Michael Scofield saliendo en Prison Break granito a granito de arena 😂)